EL AZÚCAR DE CAÑA
En dulces, chocolate y como equilibrante. El azúcar gusta a todo el mundo, pero su historia no es tan dulce como su sabor
Las gastronomías del mundo y sobre todo la historia global sería muy diferente sin la presencia de la caña de azúcar. Es el mayor cultivo del mundo, por encima del arroz y el trigo y cada año multinacionales de bebidas refrescantes y dulces dependen de él y mueven millones a su costa.
A nadie le amarga un dulce, literalmente. El dulzor tiene la capacidad de contrarrestar el amargor y el agrio. Pero ¿por qué nos gusta tanto el dulce? ¿por qué es tan difícil dejar de comer cosas azucaradas cuando las dietas de pérdida de peso se imponen a los deseos? Básicamente porque estamos programados para que nos guste.
El dulce es uno de los cinco sabores básicos identificables en las papilas gustativas y nos gusta tanto porque nuestro cerebro advierte que allí hay calorías. “¡Es lo contrario de lo que queremos!” pensaréis muchos, pero las calorías aportan energía y necesitamos energía para vivir.
La evolución no ha llegado aún a las mutaciones que merecen los ni-nis. Por ahora nos debemos a las necesidades que tenían nuestros antepasados a los que el azúcar presente en las frutas o algunos tubérculos daban la energía necesaria para seguir cazando, levantando piedras, batallando o conreando. Y de hecho no tan antepasados ya que gran parte de la población mundial sigue haciendo labores parecidas.
Pero el azúcar no ha estado siempre presente en nuestras vidas, de hecho, fue un bien de lujo hasta el siglo XVIII cuando los esclavos traídos de África en los siglos anteriores habían estado trabajando en las plantaciones de azúcar americanas para que los empresarios europeos abastecieran a los consumidores adinerados de sus países con dulces. Esos esclavos fueron también los que costearon la Revolución Industrial con su trabajo gratuito. Pero los inicios del azúcar no se encuentran ni en Europa ni en América, sino mucho más lejos.
Hace unos 10.000 años gentes prehistóricas de la isla de Nueva Guinea empezaron a domesticar esta hierba perenne y adquirió características diferentes a Saccharum robustum, su ancestro. Desde este origen primigenio, los habitantes de esta zona se movieron creando nuevas rutas y transportando con ellos ingredientes y plantas como el tallo de la caña de azúcar hacia el este y las islas de Oceanía (8000 a.C.) y hacia el oeste: Indonesia, Filipinas, península de Indochina y la bahía de Bengala (a partir del 6000 a.C.).
Estas gentes austronesias, grandes navegantes, crearon rutas por todo el Indo-Pacífico llegando hasta Madagascar y promoviendo la diversificación de especies. Llegaron también al sur de la China y Taiwán donde la caña de azúcar se diversificó y creó la especie Saccharum sinense.
En la India se desarrolló Saccharum barberi y fue allí donde se descubrió cómo transformar el jugo que se extraía de la caña exprimida en cristales de azúcar. Básicamente se extraía el jugo, se le echaba lima, leche o sangre de animal para crear un coagulante que separara los minerales del azúcar y se dejaba secar. Los cristales aparecían en la superficie y el resto del jugo se drenaba. De esta forma, el azúcar se hacía mucho más fácil de transportar.
Hacia el siglo VI d.C, tanto la caña de azúcar como la tecnología que la convertía en cristales llegaron desde el delta del río Indus al golfo persa y al delta de los ríos Tigris y Éufrates. Los persas lo emplearon en su cocina de forma preciada y lo solían mezclar con agua de rosas. Cuando los recién creados musulmanes de la península arábiga invadieron Persia en el siglo siguiente acabando así con el zoroastrismo se llevaron con ellos todos los nuevos ingredientes y saberes que encontraron.
Mucho se habla en Europa acerca de cómo la Edad Media fue un periodo oscuro e infecundo, un retroceso respecto al clásico Imperio Romano y una larga espera al florecimiento del Renacimiento. Así me lo contaron a mí en la escuela y durante mis 4 años de universidad tuve que desaprender todas estas nociones. Estoy segura, no obstante, que muchas personas todavía siguen pensándolo. Pues bien, no fue así. O al menos no fue así en todos lados.
La gran expansión de los árabes por el Mediterráneo creó centros focales donde nuevos ingredientes, nuevas tecnologías y nuevas ideas se desarrollaron como sucedería mucho más tarde durante el Renacimiento. Sicilia y el sur de España disfrutaron de todo aquello que les era negado a los cristianos. Los árabes trajeron consigo naranjas, limones, almendras, pistachos, berenjenas, alcarchofas y azúcar (entre muchos otros). También exportaron la idea de las terrazas de cultivo y de la irrigación de los campos, convirtiendo el seco paisaje mediterráneo en un oasis donde todo crecía.
Ellos fueron quienes mejor supieron tratar el azúcar, mezclándolo con agua de rosas como hacían los persas, pero también con flores de azahar o almendras, creando el mazapán o el turrón.
Mientras Europa se moría de hambre, en Sicilia y el Al-Andalus se vivía más o menos bien. Lo curioso del caso es que debieron pasar siglos hasta que los europeos descubrieran el azúcar (del árabe sharkara) con las cruzadas en el Medio Oriente, a partir del siglo XI, sin saber que llevaba tres siglos a unos kilómetros al sur de Toledo. En Europa se utilizó como la mayoría de las especias que llegaban: como medicina y como condimento. Encontramos menciones al azúcar en algunos recetarios para equilibrar el sabor del amargo y para conservar frutas y flores, pero era un bien de lujo que solo unos pocos se podían permitir.
A partir del siglo XV, cuando el azúcar ya había conquistado las cortes y las aristocracias, comerciantes europeos buscaron lugares más cálidos donde pudiera crecer la caña para evitar los intermediarios orientales. Así a finales de siglo se inició el cultivo en las Canarias, Madeira, las islas de Cavo Verde y las del golfo de Guinea. Era el único producto atlántico que podía competir con las especias que seguían llegando de Oriente y llegó a sustituir a la miel como edulcorante en el mundo occidental.
Colón llevó la caña de azúcar a la isla de la Hispaniola (Haití y República Dominicana) en su segundo viaje en 1493. En ese clima tropical creció rápidamente y en los siguientes años se desarrolló por allá dónde los españoles y portugueses colonizaban.
Hacia 1550 la caña de azúcar se producía en cantidades considerables por todo el Caribe, México, Brasil y las costas de África occidental. En un principio se usó el trabajo forzoso de gente indígena para hacerse cargo de plantaciones y molinos azucareros, pero cuando el fraile Bartolomé de las Casas convenció al papa Pablo III para que admitiera que los indígenas eran seres humanos y no se podían esclavizar, se tuvo que buscar en algún otro lado.
La necesidad de la mano de obra en el que se había convertido en el mayor cultivo del comercio transoceánico provocó el auge del comercio esclavista transatlántico. El llamado “comercio triangular” consistía en que las metrópolis (España, Portugal, Inglaterra, y después los franceses y holandeses) compraban esclavos en África y los transportaban a sus respectivas colonias, en su mayoría americanas; allí estos esclavos trabajaban en las plantaciones de azúcar (entre otras como el algodón) y los esclavistas enviaban el producto de vuelta a las metrópolis.
Hacia 1700 10.000 esclavos africanos llegaban al continente americano, via la colonia portuguesa de Sao Tomé. Las grandes fortunas acuñadas por los propietarios de las plantaciones ayudaron a financiar la Revolución Industrial.
El fin de la esclavitud en el siglo XIX provocó una crisis económica y el azúcar encareció. Durante el siglo anterior ya se habían empezado a investigar nuevas formas de obtener azúcar y se descubrió que se podían obtener cristales de azúcar, idénticos a los obtenidos de la caña de azúcar, de una hortaliza muy común en Europa: la remolacha (Beta vulgaris vr. altissima).
A principios del siglo XIX se abrieron las primeras fábricas de azúcar de remolacha y se convirtió en una alternativa al comercio de azúcar americano. La mano de obra que se perdió con la liberación de los esclavos se sustituyó con la llegada de indios, chinos y gente del Medio Oriente que en muchas ocasiones no fueron tratados mucho mejor que los esclavos anteriores y que crearon colonias que siguen hasta hoy.
Actualmente, el 30% de la producción mundial de azúcar se obtiene de la remolacha y Rusia, Alemania y los EEUU son los mayores productores. El azúcar de caña sigue siendo el número uno, siendo Brasil y la India los mayores productores. El impacto que tuvo en Europa el traslado del azúcar a América resuena hasta hoy con gran potencia.
Pasó de ser un producto de lujo a un bien al alcance de muchos. Pero su gran revolución fue con la popularización de las bebidas calientes edulcoradas con azúcar. El chocolate, el café o el té no se apreciaron hasta que no se enlazaron con el azúcar, convirtiéndolas en bebidas para las masas por su gran aporte energético.
Resulta inquietante conocer todos los movimientos de esta hierba y todas las manos que la han tocado y trasladado teniendo el azúcar a nuestro alcance de forma permanente. En Occidente demasiado, tal vez. El azúcar blanco refinado que nos sirven con el café o el té es sacarosa, una mezcla entre una molécula de glucosa y una de fructosa, ambos azúcares naturales presentes en frutas y vegetales. La glucosa es menos dulce y menos soluble en agua que la sacarosa. La fructosa es el azúcar más dulce pero el que absorbe agua de forma más efectiva, por lo que causa un incremento del azúcar en sangre más lento, siendo más recomendable para personas diabéticas. La sacarosa, por lo tanto, combina las propiedades de los ambos.
Cuando el azúcar se calienta y se carameliza las moléculas cambian y adquiere nuevas propiedades: sabores ácidos, amargos y menos dulces. El azúcar moreno es diferente pues es azúcar de caña (o de remolacha) que no ha sido totalmente refinado, sino que se ha dejado una capa de sirope oscuro recubriendo el cristal, teniendo así sabores más complejos y ricos que el azúcar blanco 100% refinado.
Por todo el Sud-Este Asiático y la India me he encontrado con puestos en el mercado o ambulantes de jugo de caña de azúcar. Al principio no entendía muy bien qué era aquello y recuerdo haberlo probado en Singapur, en un hawker center (mercado de comida local) y haber alzado las cejas sorprendida por aquel sabor dulce, pero no excesivo, con matices que no soy capaz de describir. Era como sorber maná. Aquella noche, entre arroz con pollo, brochetas de cordero con salsa de cacahuetes y fideos salteados pedí un vaso más de ese jugo delicioso.
En Tailandia, uno de los mayores productores de caña de azúcar del mundo, también es muy frecuente ver exprimirse el jugo, pero lo curioso es que tradicionalmente los platos no se cocinaban con azúcar de caña sino con azúcar de palma, mucho más rico y menos dulce que el de caña. Eso se debe porque la técnica de la extracción de cristales se descubrió en la India y no debió llegar o asentarse en los países a su este.
En el Sud-Este Asiático también se observa una de esas ironías de la historia. Allí donde la caña de azúcar llegó más tempranamente y se consumió como jugo, pero no como condimento, pues había el azúcar de palma, actualmente los jóvenes consumen grandes cantidades de azúcar blanco escondido en tés, refrescos, barritas de chocolate, frutos en sirope, palomitas e incluso en platos como los salteados, los curris, las ensaladas…
Se consume azúcar por encima de nuestras posibilidades. El azúcar aporta calorías vacías que en proporciones medidas y razonables nos dan energía, pero actualmente se consume mucho más azúcar del que necesita el cuerpo. Del jugo consumido en Asia, al azúcar como bien preciado en la Europa del Alto Medioevo a las bebidas calientes azucaradas que energizaban a la mano de obra de la Revolución Industrial hasta llegar a provocar diabetes y enfermedades cardiovasculares a muchos que consumen azúcar a diario enganchados a su sabor y a sus bajos precios.